lunes, 24 de febrero de 2020

Sobre el origen de los Michel

Según investigaciones del genealogista Alfredo Peña Pérez II, los primeros pobladores de la ciudad de Guadalajara fueron 63 (en 1542), entre los que se encontraba la familia Michel, encabezada por Juan Michel y su hermano Cristóbal de Ordóñez. Ambos ancestros de mi familia materna. Los dos eran de los pocos sobrevivientes de la Guerra del Mixtón (una serie de enfrentamientos bélicos entre varias tribus indígenas —denominadas de forma genérica chichimecas— pertenecientes a la audiencia de Nueva Galicia (hoy Jalisco), al poniente de la Nueva España, que se sublevaron contra el ejército español a mediados del siglo XVI). Juan se casó con la viuda de Francisco de la Mota y no tuvo hijos de su sangre. Su hermano Cristóbal fue el que dio continuación al apellido con sus hijos y lo hizo como apellido compuesto: Michel-Ordóñez. Juan Michel recibió escudo de armas de mano del rey Carlos I de España por sus servicios a la corona.
  No tenía noticia de que mi familia tenía escudo de armas, mismo que aparece en la portada de este libro.

jueves, 20 de febrero de 2020

De cómo empezó la familia García Michel

Soy hijo de dos niños consentidos. No sé si eso sea bueno o sea malo. Lo que sí sé es que esa circunstancia determinó mi infancia y, con ella, mi vida toda. Soy hijo de un niño y una niña a quienes se les consintió casi todo. Un niño y una niña que nacieron en familias pudientes y sin premuras económicas. Un niño y una niña que crecieron protegidos por el amor y los cuidados de sus padres, según se entendían el amor y los cuidados paternos y maternos en los años veinte del siglo pasado. Que esos dos hijos consentidos se encontraran en 1940 –a sus respectivos diecinueve y dieciocho eneros–, se enamoraran y se casaran cuatro años más tarde fue una determinación del caprichoso destino que moldea nuestras existencias. Fruto de ese encuentro y de ese matrimonio fuimos mis cuatro hermanos y yo, los cinco hijos de aquellos dos niños consentidos. Así apareció, en 1944, en el pueblo de Tlalpan, al sur profundo del Distrito Federal, capital de la república mexicana, la familia García Michel.
  Mi padre se llamaba Juan Rubén García Ayala. Mi madre se llama María Rebeca Michel Ruelas. Juan nació en Mixcoac, DF, el 2 de enero de 1921. Rebeca vino al mundo en Autlán de la Grana, Jalisco, el 10 de enero de 1922. Los dos eran habitantes de Tlalpan desde finales de los años treinta. Juan vivía con sus padres, mis abuelos Emiliano y Guadalupe, en la “Quinta Guadalupe”, en la esquina de las calles Coapa y Tesoreros, hoy colonia Toriello Guerra. Rebeca lo hacía en la “Quinta María”, sobre la calle Madero, a una cuadra del Zócalo de Tlalpan, como se le decía al parque central del entonces todavía pueblo. Se casaron el 5 de octubre de 1944, en la iglesia de San Agustín de las Cuevas, en pleno centro del poblado. Así empezó todo.

lunes, 10 de febrero de 2020

Los Rodríguez, los Michel y el cine mexicano

Mi familia materna tiene una relación muy cercana con el cine mexicano, en especial con el primer cine sonoro y con la llamada época de oro del cine nacional. Mi abuela María se apellidaba Ruelas Santana y era originaria del pueblo de Autlán de la Grana, Jalisco. Su prima Maclovia era la mamá de Enrique, José (Joselito), Emma, Roberto e Ismael Rodríguez Ruelas. Exacto: los mismísimos hermanos Rodríguez. Los mismos que introdujeron el cine sonoro en México y los mismos que descubrieron nada menos que a Pedro Infante, posiblemente el mayor ídolo popular que ha dado nuestro país en todos los ámbitos.
   Contaba mi madre (hoy su memoria lo ha olvidado) que cuando llegó a la Ciudad de México, a finales de los años 30 del siglo pasado, ella y su hermana Raquel solían acompañar a su primo Ismael Rodríguez a la estación radiofónica XEW, para asistir a los programas “en vivo” que ahí se producían. En realidad, la intención de Ismael no era la de ir como simple espectador, sino la de descubrir talentos para las películas que él y sus hermanos empezaban a producir. Fue en uno de esos programas, en un concurso de cantantes, donde mi tío descubrió a Pedro Infante y le ofreció convertirlo en actor. La historia que siguió todos los mexicanos (bueno, no sé si también los millennials y la generación Z) nos la sabemos. Fue de esa manera que mi mamá conoció en persona a Pedro, cuando éste apenas hacía sus pininos. Ya después Infante filmaría con mis tíos películas como Nosotros los pobres, Los tres García, Los tres huastecos, Escuela de vagabundos, La oveja negra, A toda máquina (en la que actúa mi tía Emma Rodríguez en el papel de doña Angustias, la vecina de los dos motociclistas interpretados por Pedro Infante y Luis Aguilar) y tantas más, dirigidas casi todas por Ismael y algunas por Joselito. Hablando de mi tío Joselito, dos de sus hijos fueron actores: Pepito y Titina Romay, quienes protagonizaron películas tan olvidables como Pepito, as del volante o El misterio del Huracán Ramírez. Ni hablar.
   Además de convivir con sus primos Rodríguez, por el lado de los Ruelas, mi mamá, Rebeca Michel Ruelas, también se llevaba muy bien con otra prima del medio artístico, aunque esta era por parte de los Michel: la eximia actriz Isabella Corona. Me cuenta mi hermana Myrna que nuestra madre solía hablar muy impresionada de la cama giratoria que Isabella tenía en su recámara y que le permitía, por ejemplo, alcanzar el teléfono sin tener que moverse de su lugar, haciendo girar mecánicamente su enorme lecho.
   Otros parientes nuestros del medio cinematográfico eran los Philips, ya que el camarógrafo canadiense Alex Philips se casó con una prima de mi abuela de nombre Alicia Bolaños. Don Alex fue director de fotografía de todo tipo de cintas, desde las legendarias Santa (primera película sonora mexicana –sí, con el sistema de sonido que trajeron mis tíos Rodríguez de los Estados Unidos)– y La mujer del puerto hasta Robinson Crusoe de Luis Buñuel, Viento negro de Servando González y El castillo de la pureza de Arturo Ripstein, entre muchísimas más. Su hijo, Alex Philips Jr., fallecido en 2007, fue sobrino de mi abuela María y primo segundo de mi mamá. Mi tío Alex estuvo casado con la actriz Ofelia Medina, con la que procreó un hijo y quien, coincidentemente, tuvo su debut estelar en el cine en 1969, en la película Patsy, mi amor, dirigida por el cineasta Manuel Michel…, también primo de mi mamá, seis años menor que ella. Poco después, Ofelia se haría muy amiga de mi hermano, el cineasta Sergio García, con quien también haría un par de películas en Super 8.
   Por cierto, mencioné que mi abuelita María se apellidaba Ruelas Santana y que nació en Autlán, Jalisco, el mismo lugar donde en los años 40 nació el músico Carlos Santana, quien era su sobrino nieto y vendría a ser algo así como mi primo segundo. Pues eso.

domingo, 9 de febrero de 2020

Aquel debut de Octubre en la Casa del Lago

Era 1972, no recuerdo la fecha exacta. La primera presentación de Fede Cantú y yo en La Casa del Lago de Chapultepec. Teníamos 17 años y cantamos una decena de canciones mías. Habría otras tres presentaciones los siguientes domingos, pero en lugar de "Canción Joven" se llamaría "Canción Debate", porque al final debatíamos con el público sobre el contenido crítico de algunas de las piezas. 48 años ha.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Memorias de mis yoyos tristes

Nunca fui un buen jugador de yoyo. Jamás pude realizar suertes como “El columpio”. “El perrito” medio me salía y al tratar de hacer “La vuelta al mundo”, varias veces me llevé tremendos yoyazos en la cabeza (o la choya, como le decíamos cariñosamente a la tête en esos mis tiempos de niño y adolescente).
  Aparte estaba lo de la situación económica de mi familia. Pertenecíamos a una clase media bastante venida a menos y muchos de los juguetes que sus papás regalaban a mis amigos y primos de mayor capacidad económica, para mí se quedaban en el mundo de los sueños incumplidos y los anhelos frustrados. Esto quiere decir que los yoyos que llegué a poseer eran aquellos baratones y chafitas que vendían en la mercería de la esquina. No recuerdo haber tenido aquellos maravillosos yoyos de las marcas Ledy o Duncan (también la Coca Cola sacaba unos) que se anunciaban en la tele en blanco y negro y que eran carísimos. Recuerdo el yoyo Mariposa o el Majestic, aquel modelo transparente en colores rojo o azul. Si llegué a tenerlos en mis manos y sentir su delicioso deslizar por la cuerda, fue porque algún amigo o primo me lo prestaba “un ratito”.
  Cada año era temporada de yoyo y hasta se hacían concursos a nivel nacional. Había tremendos yoyistas (¿o yoyeros?) y uno se quedaba boquiabierto al verlos en la tele e ilusionarse con que algún día sería capaz de realizar tan fantásticas suertes y hasta ganar un viaje a Disneylandia o algún súper juguete de la juguetería Ara.
  Sueños guajiros.
  No voy a decir que mi afición por los yoyos fue muy grande o que me duró mucho tiempo. Digo, tampoco fui bueno con el balero o con las canicas (me criticaban porque tiraba “de uñita” y de todos modos lo hacía mal). Tal vez por eso fui más dado a inventar mis propios juegos, bajo mis propias reglas y que jugaba solo y mi alma. Eso sí que era un yo-yo.

jueves, 1 de octubre de 2015

Giovanna (una pequeña historia italiana)

Giovanna Moya Rossi de niña, en una bellísima
fotografía de su padre, Rodrigo Moya.
Sucedió en 1973. Yo tenía dieciocho años y ella catorce. La conocí por mi hermano Sergio, ya que la invitó a participar en su película Qué tiempos aquellos de la que yo había escrito el guión. Se llamaba Giovanna y en aquel momento yo sólo sabía que era prima de Alejandra Moya (una joven muy guapa que también participaba en la cinta) y sobrina de la coreógrafa Colombia Moya (madre de Alejandra). Me enamoré perdidamente de Giovanna. Me fascinaba. Era delgada, blanca, de cabello oscuro, me parecía una preciosidad. Yo era muy tímido y apenas me atrevía a cruzar palabras con ella. Nunca me atreví a decirle cuánto me gustaba. En realidad aquello duró unos pocos meses, ya que al terminar la filmación no volví a verla y jamás se me ocurrió buscarla. El momento de mayor intimidad que recuerdo con ella fue una ocasión en que nos quedamos a solas por unos minutos en la combi de Sergio: ella en la parte delantera, yo atrás, una parte a la que no entraba mucha luz. Giovanna me miró y me dijo "pareces un fantasma". No sé por qué, pero aquello me encantó y a más de cuarenta años de distancia no lo olvido. Incluso usé esa frase en una canción que escribí, en una línea que dice "recuerdo oírte decir 'fantasma'". De hecho, le compuse una canción llamada "Dejaste abierta la puerta". Dos o tres años después, me enteré que se había matado en la carretera. Creo que iba con un novio y se volcaron en un coche. Cosas caprichosas de la vida: en los años ochenta entré a trabajar como redactor y reportero en la revista Técnica Pesquera que dirigía el gran fotógrafo y editor Rodrigo Moya. Resultó que era el papá de Giovanna y que seguido recordaba a su hija accidentada. Jamás me atreví a decirle al buen Rodrigo (curiosamente siempre nos hablamos de "usted") que yo había estado enamorado fugazmente de su hija. La madre de Giovanna era una catedrática italiana de la Facultad de Filosofía y Letras: Annunziatta Rossi (si no me equivoco, hermana del filósofo Alejandro Rossi). Tenía padres y tíos ilustres la Giovannita. Hoy tendría cincuenta y seis años. Era tan bonita, aún la recuerdo con ternura.

Giovanna, de túnica rosa (extremo derecho), en 1973, durante la filmación, en Las Estacas,
Morelos, de ¡Qué tiempos aquellos! La acompañan, de izquierda a derecha, Daria,
Alejandra Moya (de túnica amarilla), Sergio García y Tina French.

jueves, 23 de julio de 2015

El "especial" que dio origen a La Mosca

En 1992, trabajaba como guionista de historietas en Editorial Ejea y colaboré en un breve número especial de U2, realizado con el pretexto de la primera visita a México del cuarteto irlandés. Acababa yo de publicar en El Financiero la traducción de las letras del Achtung Baby y le propuse a Jaime Flores republicarlas en su especial. También le solicité escribir el texto principal del número, pero no confió mucho en mí y prefirió dárselo a Pablo Queipo, en aquel entonces director de la chafísima revista Rock América y mejor conocido –irónicamente, por supuesto- como “El Jann Wenner mexicano” (Pepe Návar lo bautizó así). Ni modo.
  Poco después, se me ocurrió retomar mi vieja idea de hacer una revista de rock y en diciembre de 1992 se lo comenté a Jaime Flores. “Preséntamela por escrito”, me dijo. En dos hojas tamaño carta, escribí entonces -en mi vieja maquina Olivetti Lettera- el proyecto y se lo mostré a una linda chavita de veinte años que trabajaba en la misma editorial, como redactora de la revista musical de pop Atrevida. Su nombre, Karem Martínez. A Karem le encantó la idea, me sugirió algunos cambios, me ayudó a hacerle algunas adecuaciones y ella misma le llevó aquellas dos hojitas a Jaime. Todavía no sé qué tanto le debo a la labor de convencimiento de quien hoy sigue siendo mi gran amiga para que Jaime Flores haya terminado por aceptar y dar luz verde a aquella incipiente revista de rock que ni siquiera tenía nombre.
  Lo que sí creo es que, sin la existencia del aquel especial de U2, La Mosca en la Pared quizá nunca hubiera existido.

jueves, 16 de julio de 2015

De paseo al aeropuerto

Estoy leyendo El cerebro de mi hermano, la dura pero a la vez amena novela corta de Rafael Pérez Gay, en la que cuenta los últimos días de su hermano José María y su relación con el mismo. Ya cuando la termine haré aquí la reseña. Si la menciono ahora es porque en un pasaje de la misma, Rafael refiere que cuando era niño, sus papás lo llevaban de paseo al aeropuerto de la ciudad, para ver la llegada y salida de los aviones.
  Yo también disfruté de esa diversión cuando tenía ocho o nueve años y, en efecto, mis papás también nos llevaban en el carro, a mí y a mis hermanos Myrna y Jorge, desde Tlalpan hasta las rejas del aeropuerto que daban a una avenida desde la que se podían ver sin problemas las pistas de la central aérea. Ahí nos pasábamos las horas, felices de la vida. Sergio ya estaba grande para eso, pero igual llegó a ir con nosotros. Ivette no había nacido todavía. Hablo de mediados de los años sesenta y gracias a la novela de Pérez Gay recordé aquellos felices y emocionantes momentos que quizás hoy parezcan demasiado simples, pero que en aquellos días constituían un entretenimiento fabuloso y además gratuito. Ver los despegues de las aeronaves o el momento en que descendían y aterrizaban era en verdad muy padre. "¡Mira, allá viene uno!", gritábamos desde que veíamos un punto en el cielo, el cual se iba haciendo cada vez más grande hasta tomar forma de avión y llegar a las pistas. Era genial.
  Tengo la idea de que ya por ese entonces estaba el avión-restaurante, de lo que no me acuerdo es de si alguna vez llegamos a entrar.
  Lindos recuerdos de infancia.

lunes, 1 de septiembre de 2014

La vida en rosa de Manuel Ávila Camacho

Un día, hará unos diez años, Fernando Rivera Calderón me llamó por teléfono para decirme que un amigo suyo lo había invitado a una comida y le había pedido que me llevara a la misma, porque era fiel lector de La Mosca en la Pared y quería conocerme. El amigo de marras era Manuel Ávila Camacho, a quien yo sólo conocía de nombre y como un personaje ligado de una y muchas maneras a los mundos de la política mexicana, la cultura, la farándula y el jet set nacional e internacional. La cita era en La Bodega, en la colonia Condesa, y ahí llegué junto con Fernando. Me presentó a Manuel y éste nos hizo sentar ante una larga mesa, llena de comensales. No había una sola representante del sexo femenino y tuve la impresión de que Rivera Calderón y yo éramos los dos únicos heterosexuales. La comida se prolongó hasta la noche y resultó muy agradable, sobre todo porque Ávila Camacho –un hombre bajito, de aspecto frágil y delicado- se portó como un magnífico anfitrión y un muy divertido y ameno conversador, un fábricante de anécdotas en las cuales aparecían nombres que iban de Jim Morrison a María Félix y de Severo Sarduy a Lorena Velázquez.
  Uno o dos años después, hubo una nueva invitación –otra vez por intermediación de Fernando- a una nueva comilona, esta vez en una cantina de la avenida Coyoacán, en la colonia Del Valle. Era el cumpleaños de Manuel y había más gente que la vez anterior, pero otra vez no había mujeres (bueno, estaba la actriz-actor Libertad) y me pareció notar -de nueva cuenta- que los únicos heterosexuales éramos el buen Fer y yo, además del indescriptible Pancho Cachondo. Todo estuvo muy divertido. Cominos y bebimos sin medida y al final quedé con Manuel de que alguna vez tendría que entrevistarlo para La Mosca sobre todo aquello en lo que él había tenido que ver con el rock, en especial cuando escandalizó a la mocha e hipócrita sociedad mexicana de fines de los sesenta, al traer a Acapulco la rock ópera Hair, y cuando llevó al mismísimo Jim Morrison a la casa presidencial de Los Pinos, en los tiempos en que el primer mandatario de la nación era nada menos que el ominoso Gustavo Díaz Ordaz. Según Manuel, junto con el hijo rocanrolero del ex presidente armaron un fiestón en el cual circuló toda clase de estupefacientes y en el que el Rey Lagarto era el invitado de honor, hasta que el propio Díaz Ordaz bajó en bata para acabar con el reventón.
  Varias veces hablé con Ávila Camacho por teléfono, pero nunca lo volví a ver. De hecho, quedó en enviarme a una persona para que recogiera un paquete de ejemplares atrasados de La Mosca que le ofrecí, pero jamás lo mandó. Lo de la entrevista estaba en el aire y lo seguía estando sin que alguno de los dos se apresurara por llevarla a cabo. Como que nunca me imaginé que pudiera irse como se fue, tan repentinamente, un día de octubre de 2007. De hecho, me enteré de su muerte hasta poco después, al ver una nota en la sección de espectáculos de Milenio Diario. Me dejó helado. Yo no era tan amigo suyo como para que me hubieran avisado de su funeral, pero sé que Fernando sí acudió al mismo y se asomó a la caja para cerciorarse de que el difunto era Manuel y no un muñeco. Bien pudiera tratarse de una broma macabra del sarcástico personaje para burlarse de sus amigos y enemigos.
  Una de las mayores ironías de todo esto es que desde hace casi quince años yo vivo en una calle que lleva el nombre del padre de Manuel, es decir, Maximino Ávila Camacho, un personaje a quien la historia oficial le ha cargado el sambenito de siniestro y asesino, aunque Manuel siempre lo defendió a capa y espada. Incluso, aseguraba que su padre había sido un hombre bueno y generoso y que dado el poder que tenía, muy posiblemente hubiera sido el sucesor en Los Pinos de su hermano, el presidente Manuel Ávila Camacho, pero que éste lo habría mandado envenenar para favorecer a Miguel Alemán Valdés. Eso contaba el también cineasta, quien conocía al dedillo las historias de todas las primeras damas mexicanas del siglo veinte, algunas de las cuales le parecían admirables, mientras que otras le resultaban abominables.
  Políticamente incorrectísimo, Manuel era admirador del régimen priista y defendía con sólidos argumentos no sólo a su padre –personaje villanesco, por cierto, en la novela Arráncame la vida de Ángeles Mastreta-, sino también a Díaz Ordaz, a Luis Echeverría y a sus queridísimas Sasha Montenegro e Irma Serrano, "La Tigresa".
  Nunca negó su bisexualidad e incluso hablaba de las bondades de la misma y de sus amoríos europeos con gente de la nobleza como Humberto I, ex rey de Italia, y con el mismísimo director de cine Pier Paolo Pasolini.
  Trato de recordar la última vez que hablé con él por teléfono. Fue a principios de 2007 y me recomendó a un amigo o protegido suyo, cuyo nombre no recuerdo, quien había grabado un disco. “A ver si le puedes echar una mano en La Mosca", me dijo. Le contesté que sí, pero el disco nunca llegó a mis manos.
  Ahora Manuel está al lado de Maximino y de muchos de sus queridos y entrañables muertos. No debió irse tan pronto, pero queda el consuelo de que no fue testigo de la “catástrofe” que él mismo vaticinó para el país, después de lo que consideraba como “la traición” de Ernesto Zedillo que trajo la derrota del PRI y el fin de sus gobiernos (hasta ese momento).
  No puedo imaginar que Manuel Ávila Camacho descanse en paz. Era demasiado hiperactivo.

miércoles, 27 de agosto de 2014

Rius

Pocas personas resultaron tan importantes en mi formación personal, sobre todo a partir de mi adolescencia y hasta mis primeros treinta años, como Eduardo del Río, el estupendo caricaturista mejor conocido como Rius.
  Me topé con su obra y con sus ideas a fines de los años sesenta, cuando yo tenía trece años y mi hermano Sergio comenzó a comprar una revista mexicana de historietas absolutamente diferente a las que yo había leído antes. No sólo era diferente por el dibujo de sus personajes (Calzonzin, Chon Prieto, doña Emerenciana, don Plutarco, el Lechuzo, Arsenio, don Lucas, etcétera, cada uno un prototipo social: el gobernante, el gendarme, el burócrata, la beata, el borrachín, el indígena ilustrado y consciente), sino por el contenido. Se trataba de un comic que hablaba de política, que ejercía una fuerte crítica social y que además era divertidísimo. Hablo, claro, de Los Supermachos, revista semanal de la que se publicó un centenar de números en pleno gobierno del priista de ultraderecha Gustavo Díaz Ordaz (estoy hablando aproximadamente de los años 1967 y 1968).
  Al lado de publicaciones como la revista Siempre! o la casi clandestina Por qué!, Los Supermachos era de lo muy poco que se podía comprar en los puestos de periódicos con señalamientos al régimen (en secundaria, encuaderné dos tomos de ejemplares de la revista, mismos que aún conservo).
  Más tarde vinieron Los Agachados, del mismo Rius, editados por Posada, empresa dirigida por el entrañable don Guillermo Mendizábal Lizalde y en la que el caricaturista comenzó a sacar sus primeros libros, como los inolvidables Cuba para principiantes y, más adelante, La panza es primero. Debido a aquél, terminé por transformarme en un convencido socialista pro soviético y antiimperialista (además de antipriista y antirreligioso) y gracias al segundo, me convertí en vegetariano en 1969. También me entró la idea de ser caricaturista y me puse a imitar los monos del michoacano y a escribir algunas cosas inspiradas en él, como una pretensiosa e ingenua historia de la humanidad.
  Rius puso en circulación muchos otros libros sobre los más diversos temas, al tiempo que en Los Agachados (virtual continuación de Los Supermachos y de los que también tengo muchos números) abordó de manera concisa y, hoy puedo verlo, un tanto esquemática, muchos otros asuntos políticos, sociales y culturales. Asimismo, por esa época apareció La garrapata, en la que Rius y otros colegas suyos, como Helio Flores y Rogelio Naranjo, siguieron ejerciendo una crítica cada vez más radical y al mismo tiempo humorística, aprovechando la relativa apertura que a principios de los setenta otorgó (porque así fue: él la otorgó) el gobierno del nuevo presidente: Luis Echevarría Álvarez. Fui fan de La garrapata y también conservo ejemplares.
  A lo largo de esa década, seguí siendo fiel seguidor de todo lo que publicaba Eduardo del Río y quiso la vida que a fines del decenio entrara yo a trabajar precisamente a Editorial Posada, donde en no pocas ocasiones me tocó ver a Rius, aunque jamás me atreví a hablarle. En 1982 salí de Posada y no regresé hasta 1987, para dirigir la revista Natura (fundada por el propio Rius años atrás). Al año siguiente, la editorial editó mi primer libro, Más allá de Laguna Verde, una investigación periodística sobre la planta nuclear veracruzana y tuve el privilegio de que la portada la ilustrara mi héroe Rius (aunque no sé por qué no le puso su famosa firma). Aún así, sólo en una ocasión tuve la oportunidad de saludarlo y darle las gracias. Me pareció un tipo seco y no del todo amable.
  Con el paso de los años (volví a dejar Posada en 1989), mis ideas empezaron a bifurcarse respecto a las del dibujante y escritor. Yo comencé a volverme cada vez más crítico del llamado socialismo real (ya habían desaparecido la URSS y el bloque socialista europeo), incluido el gobierno de Fidel Castro en Cuba, aunque siempre seguí considerándome -como hasta la fecha- un hombre de izquierda. Rius, en cambio, se mantuvo dentro de la ortodoxia y más o menos ahí permanece.
  Hace mucho que no lo sigo y que no leo sus libros, pero guardo un cariño muy especial por aquellas de sus obras que más me tocaron la mente y que en su momento me la abrieron hacia nuevos horizontes.
  Ah, también dejé de ser vegetariano.